Café Moderno- Interior |
Yo solía esperar a J. en la cafetería Capri en la Plaza
San José, frente al emblemático edificio del Café Moderno al final de la calle
Oliva. Quedábamos a menudo alrededor del mediodía, durante el descanso de mis
clases de español, dos veces a la semana, y de su trabajo en una oficina cercana. Entre noviembre y abril,
siempre llueve mucho en Pontevedra. No son tormentas con rayos y vientos. De
hecho, raras veces he visto caer rayos allí. Es una lluvia muy peculiar. Borrascas tras borrascas llegan del mar y
duran días, a veces semanas, durante las cuales solo se ve una nebulosidad
blanca o gris en el cielo, ocultando la luz del sol, afligiendo a los habitantes locales y aún más a las personas de los trópicos como yo.
Recuerdo esos
nuestros días, casi siempre bajo la lluvia. En la mayoría de las ocasiones, yo
llegaba primero y buscaba una de las mesas junto al cristal, admirando las
estatuas de bronce de los cuatro intelectuales gallegos y el violinista en el
centro de la plaza, elegantemente vestidos, formando la obra conocida como
"La Tertulia del Café Moderno", esculpidos a tamaño casi natural. El
agua de la lluvia resbalaba por sus delgados cuerpos, lavando el polvo de los
últimos días del pasado verano, era recogida en la base de granito de la
escultura y fluía hacia la calle, formando charcos en ciertas partes del camino
y luego rodaba cuesta abajo por la Augusto Besada hasta llegar a Plaza de
Galicia. Finalmente, este caudal desembocaba en el arroyo Corbaceiras, para
alegría de las parejas de patos, los únicos seres vivos que parecían celebrar
en esos días de clima hostil.
A pesar de eso, los lugares de comercio, tiendas, oficinas y las calles típicas
del centro siempre estaban llenos de gente. Eran estudiantes, turistas, madres,
padres y abuelos, muchos abuelos, empujando cochecitos de bebé plastificados.
Me preguntaba: ¿cómo respiraban los niños allí metidos? Los paraguas
multicolores, capuchas, gorros, bufandas, abrigos y calzados impermeables eran
parte del ropaje de los transeúntes. Nunca me gustó salir a la calle en días de
lluvia, pero tuve que reconsiderarlo y aceptarlo como rutina para poder vivir
allí. Mi idea de lluvia era un rápido aguacero seguido de cielo azul, excepto
en algunos inviernos cuando había inundaciones en el sur de Brasil y el
fenómeno climático “El niño” se manifestaba— calentamiento anormal del Océano
Pacífico que influye en el clima de Sudamérica, provocando fuertes y
persistentes lluvias. Allí era más o menos así. Cuando llovía, no parecía
detenerse. J. nunca me ocultó ese detalle, ya que temía que yo no me adaptara
al clima de aquel lugar. Sin
embargo, en la primavera y en verano, lo comprobé, el paraíso siempre se
desvela en Galicia.
Antes de llegar a la
cafetería, caminaba por el centro con mi paraguas de fondo marrón y lunares verdes. Un día, lo dejé en la entrada de
H&M y me lo robaron o lo sacaron por error. ¿Quién sabrá? El cumpleaños de J. era en los primeros días
de noviembre y en un día como tal, pasé por la tienda
de suministros de informática en la calle Castelán y le compré un pequeño pendrive
como regalo. Él venía diciendo que necesitaba uno con más memoria para grabar
las canciones que escuchábamos en nuestros paseos en coche y para las fotos de
viaje. Casi siempre yo me detenía unos minutos en frente a los escaparates de
las tiendas de ropa y de las parafarmacias, pero como nunca fui muy consumista,
era más por mirar que comprar. Había buenas marquesinas frente a las tiendas y
los llamados soportales en el casco
histórico, antiguas edificaciones en arco que protegían a los peatones de las
inclemencias del tiempo. Desde el edificio de la Cruz Roja, donde tenía mis
clases, subía por la Plaza de Barcelos y escuchaba el alboroto de los alumnos
de la escuela primaria de la esquina, atrapados dentro de las aulas, impedidos
de jugar en el patio. ¡Pobres profesores!
En
la cafetería, pedía mi café con leche de máquina vaporizado. Muchas veces, la
tapa del día— pequeña porción de algún bocado que acompañaba a la bebida— eran
cuatro trozos finos y retorcidos de churros sin relleno, nada parecido a
nuestros churros brasileños de masa gruesa rellenos con dulce de leche. La
bebida me calentaba y ya me sentía más libre de la humedad en otoño, a mi casi
un invierno riguroso.
Mientras
J. no llegaba, quedaba distraída con el móvil en las redes sociales, pero
pronto lo veía a través del cristal. Venía apresurado con su abrigo impermeable
oscuro, esquivando los paraguas abiertos que chocaban en las aceras y tratando
de no chocar el suyo con nadie. Siempre llegaba ansioso por una taza de café y
por el periódico del día que estaba abandonado en alguna mesa. J. fue una de
las pocas personas que conocí que aún leía periódicos impresos, aunque solo
había tiempo para leer los titulares, ya que estar allí era para disfrutar del
café, contarnos cosas y planear otras.
Quedábamos
unos 45 minutos, ambos necesitábamos volver a nuestras tareas y luego regresar
a casa juntos, pero esos minutos de espera y convivencia eran tan valiosos que
la melancolía del día lluvioso añadía un toque extra de felicidad a ambos. Yo
sabía que él vendría, él sabía que yo estaría esperándolo. Estábamos
dedicados el uno al otro. Muchas veces nos deteníamos en los anuncios pegados
en el escaparate de Halcon, la agencia de viajes que había en la esquina de la
plaza, antes de despedirnos. Fue allí donde compramos algunos billetes de
viajes inolvidables.
Así
disfrutábamos de ese tiempo de nuestra vida, persiguiendo nuestros sueños, en
una rutina delicada y despreocupada, seguros de que sería para siempre. Hoy
todo ha terminado, J. ya no viene encontrarme, ahora vivo muy lejos de allí. Vi la impermanencia en muchas cosas después
de regresar un día sola a la ciudad. Excepto en la naturaleza y en la rutina
diaria de las personas. Todavía aún llueve mucho en Pontevedra. Las piedras,
calles, caminos y edificios siguen mojados con tanta agua que cae. El río que
bordea la ciudad sigue encontrándose con el mar. Generaciones de patitos siguen
nadando contentos en el arroyo Corbaceiras. Las personas siguen apresuradas de
aquí para allá tejiendo sus historias, ganando o perdiendo la vida. La vida
sigue el flujo del tiempo, de las estaciones y de los acontecimientos. Se dice
que hay un tiempo para vivir y un tiempo para morir. Espero que la muerte
también sea impermanente, que algún día, en algún momento y en algún lugar,
volvamos a esperarnos mutuamente. Yo estaré sea donde sea, incluso si lloviera.
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